Cineastas entre líneas: cuando Anderson conoció a Pynchon

Los protagonistas de nuestro “Cineastas entre líneas” de hoy son dos pesos pesados de la cultura norteamericana contemporánea. Pocos nos discutirían si afirmamos que Boogie Nights, Magnolia o Pozos de ambición están entre algunas de las mejores películas de los últimos 25 años. Paul Thomas Anderson es uno de esos directores únicos que aparecen cada cierto tiempo. Nacido un 26 de junio de 1970 en la soleada California, es uno de los máximos exponentes de la llamada “generación del videocassette”, como Quentin Tarantino o Richard Linklater, que dieron sus primeros pasos fílmicos jugando con las típicas videocámaras de los años 80. De hecho, el padre de Anderson, que presentaba un show de terror nocturno en Cleveland, fue uno de los primeros en tener uno de estos aparatos en su barrio, lo que permitió que el joven Anderson diera rienda suelta a su creatividad. Su carrera ha sido meteórica: su primera película, la bastante desconocida Sydney, protagonizada por Gwyneth Paltrow, John C. Reilly y Samuel L. Jackson entre otros, ya estuvo en Cannes en 1996. Con su segunda película, Boogie Nights, se consolidó como un realizador en mayúsculas y, quizás por ello, sus películas se llenaron de grandes nombres como Julianne Moore, Philip Seymour Hoffman, Joaquin Phoenix o Daniel Day-Lewis. Con ellos ha creado algunos de los personajes más imponentes de los últimos años: el desquiciado y ambicioso Daniel Plainview de Pozos de ambición, el débil y maleable Freddie Quell de The Master o el meticuloso y absorbente Reynolds Woodcock de El hilo invisible. Criaturas que utiliza para volver una y otra vez sobre temas como las relaciones familiares, los intereses creados y el amor como cruel destino. Siempre atento al mínimo detalle en la construcción y escritura de sus protagonistas, muchas de sus películas están pobladas por un complejo engranaje de personajes por el que perderse y que pivota alrededor de un fuerte personaje principal que recibe la furia dramática de la narrativa andersoniana.

Así, con una filmografía ya sólida y una manera de hacer las cosas muy definida, corría el año 2009 cuando cayó en sus manos una copia del inminente nuevo libro de Thomas Pynchon. “Cada vez que Pynchon publica un libro es como colgar el letrero de No Molestar en mi habitación: no salgo hasta que me lo termino”. Con Inherent Vice solo le llevó dos días. Como con otros libros de Pynchon, Anderson sintió rápidamente el impulso de adaptarlo para la gran pantalla. Pero, como ya le ocurrió con Vineland o El arco iris de la gravedad, se repetía una y otra vez que nunca lo iba a conseguir. Y es que el escritor neoyorquino se caracteriza por una narrativa intrincada, histérica, en ocasiones caótica, pero que siempre logra aflorar el pulso de un momento o de un lugar. Pero, un momento, quizás deberíamos empezar por el principio: ¿quién diablos es Thomas Pynchon?

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Buena pregunta. Poca gente es capaz de ponerle cara a este huidizo escritor. Tan solo se conocen algunas pocas fotografías de su juventud y registros como su expediente universitario o su paso por la empresa Boeing han desaparecido por completo. Se trata del mayor misterio de la literatura norteamericana. Nadie conoce el rostro actual de este escritor de 81 años (no ha sido fotografiado desde 1955) que alcanzó la fama en 1973 con la publicación de El arco iris de la gravedad, la obra culmen de la literatura posmoderna. En esta historia ambientada a finales de la Segunda Guerra Mundial sobre el lanzamiento de un cohete por parte del ejército alemán ya se apuntan los temas que conforman el grueso de su literatura: la paranoia, los elementos conspirativos, la inestabilidad del carácter de sus personajes… todo eso está concentrado también en Inherent Vice a través de Doc Sportello, un peculiar detective privado que se obsesiona con la desaparición del amante de su exnovia. Sportello empieza un periplo por los bajos y altos fondos de Los Ángeles para pasearse por un submundo siempre a medio camino entre el delirio y la realidad. El mayor logro de Anderson es saber transportar al lenguaje cinematográfico esa sensación de ruleta rusa de la prosa de Pynchon. El propio director asegura que se quedó enredado en la maraña de innumerables cabos sueltos y la avasalladora cantidad de información que proporciona la novela. Anderson no trata de resolverlos ni de darle sentido a la historia: esa entrega total a la locura hippie de su personaje es lo que crea una película única, tan difícil de clasificar como la obra a la que adapta. Algo así como una profunda calada de marihuana decorada con música setentera y la flor y nata del movimiento hippie; un continuo ir y venir de personajes estrafalarios que deambulan entre la locura y el modo zen que justo cuando crees que la tienes, se te escapa entre los dedos. Quizás por ese esfuerzo de Anderson por ser fiel a la esencia del libro que adapta, el director ha querido ir un paso más allá y añadir un elemento de ese misterio que envuelve a la figura de Pynchon: uno de los protagonistas de la película, Josh Brolin, asegura que el propio escritor acudió al set de rodaje y muchos incluso aseguran que realiza un pequeño cameo, algo que ninguno de los implicados ha confirmado.

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