Musts del cine indie estadounidense parte 1: joyas de los 90

Con el avance del siglo, las formas de entender el concepto indie han ido mutando hacia mecanismos más tendentes al género. Hoy se asocia la etiqueta a un cine con un barniz extravagante, poblado de personajes pintorescos y tendente al maridaje efectista de comedia y drama. Pero el indie, en su época más pura, fue una actitud más que un género. Una forma de hacer cine al margen de los grandes estudios y al margen de los discursos dominantes. Una forma de contar distinta, por tanto, que llevaba de la mano un acercamiento a sectores de la realidad social ignorados por el cine. Arrancamos con este post una serie de listados de joyas a reivindicar del indie en su vertiente menos convergente hacia Hollywood. Esta vez, nos situamos en su época de mayor proyección internacional: a principios de los noventa, cuando, tras la Palma de Oro a Sexo, mentiras y cintas de vídeo, el indie estadounidense era uno de los grandes fenómenos de la cinematografía mundial.

Simple Men (1992, Hal Hartley)

Tras el éxito cosechado con Trust, esta fue la consolidación de Hartley en el panteón de los grandes autores de los noventa, paso por la sección oficial de Cannes incluido. Simple Men se lleva al terreno de la road movie el “toque Hartley”: personajes al margen del sistema, heridas del pasado a medio cerrar, puntadas de surrealismo y romances vividos con una intensidad adolescente que piden al espectador una entrega similar a sus imágenes. El cine de Hartley se vive con las entrañas o no se vive.

Johhny Suede (1991, Tom DiCillo)

DiCillo, director de fotografía de los primeros trabajos de Jim Jarmusch, rodó su primer largometraje nada menos que con un jovencísimo Brad Pitt previo a su estrellato. Su protagonista es, precisamente, un aspirante a estrella del rock, admirador de Ricky Nelson, con un inolvidable tupé. Al igual que Hartley, DiCillo se apropia de la historia de “salto a la fama” con elementos de romance sazonados con toques oníricos, y ambienta la historia de su aspirante a rockstar en la América marginal.

Slacker (1991, Richard Linklater)

Si el indie es en buena medida una reacción contra el discurso dominante en su época, el segundo largometraje de Linklater cuaja dicha reacción negando la preeminencia de cualquier posible discurso. Slacker es una inmersión en los rincones más apartados de su Austin natal en la que sus decenas de personajes van pasándose la cámara tras figurar ante ella unos pocos minutos. De antisistemas a conspiranoicos, de intelectuales a vagabundos, Linklater nos enseña aquí que la única forma de rodar el presente puro consiste en no elegir ninguno en particular y no mirar nunca atrás.

In the Soup (1992, Alexandre Rockwell)

El sensacional debut de Rockwell, director a la sazón más bien malogrado, fue uno de los ejercicios más metarreferenciales del indie. Su protagonista, encarnado por el icónico Steve Buscemi, es un director independiente que busca financiación para rodar su primera película. La obtiene cuando un mafioso de poca monta (Seymour Cassel) decide comprometerse con su proyecto. In the Soup es una oda al deseo de creatividad pese a la pereza, al caos vital como su fuente de inspiración y a la ligereza como forma de ejecutarla. Esto último, aplicado a la propia película, le confiere su frescura inimitable.

Poison (1991, Todd Haynes)

Más conocido por la controversia (infundada) sobre sus supuestas imágenes de pornografía gay, el primer largo de Haynes ya da cuenta de su predilección por el juego con los géneros y las tonalidades. Poison es un tríptico arty, con mucha experimentación formal, que pasa de la ciencia ficción al terror psicotrópico y finalmente al drama carcelario en sus tres historias independientes. Testimonia, además, una de las grandes labores del auténtico indie: llevar a la gran pantalla realidades subexpuestas, oscurecidas por el comercial. En este caso, siendo pionera del nuevo cine queer.