Narrativa entre espacios: Bajo el peso de la ley

Jim Jarmusch es un director al que nunca le ha temblado el pulso a la hora de romper con las tendencias fílmicas y los clichés procedimentales de su época. De este modo ha conseguido labrarse un estatus de autor independiente muy característico que ha sabido mantener a lo largo de su dilatada carrera, tanto en sus momentos de iniciación, como en aquellos en los que ya gozaba de mayor reconocimiento. No es de extrañar que cuando, en las postrimerías del siglo XX, la mayoría de directores se esforzaban por anular en la medida de lo posible los espacios intermedios, él centrara gran parte de sus producciones en las acciones que sucedían precisamente en el espacio transitorio que atravesaban los protagonistas para llegar de un lugar a otro. Además, gracias al carácter apolítico de sus películas, sus creaciones están dotadas de un entrañable carisma y un buen rollo que las hace irresistibles; todos sus personajes están configurados para crear en el espectador una empatía casi ansiolítica, desde los héroes hasta los villanos, los pandilleros o los ladrones de poca monta, como los que protagonizan esa gran película titulada Bajo el peso de la ley.

La cinta nos traslada a un sórdido contexto penitenciario de Lousiana, donde conviven en ese lacónico entendimiento propio de los reclusos Zack, un DJ caído en desgracia, y Jack, un chulo sin mucho sentido del humor. Ambos personajes aceptan con resignación la aburrida monotonía placentera del absoluto silencio reflexivo hasta que, un día, llega a su celda en excéntrico Roberto, un turista italiano que pondrá la celda patas arriba con su incansable retórica de lo absurdo. La cinta comienza evidenciando cierta condescendencia hacia el drama carcelario clásico, con la presentación de estos dos personajes solitarios en su apática convivencia, incapaces de mostrar interés alguno por nada de lo que les rodea y renegando de todo cuanto se pone al alcance de sus aguzados sentidos. La música y los cigarrillos parecen ser el único vínculo que une a esta pareja que, tan pronto comparten un momento de conciliación y complicidad mutua, como comienzan a darse mamporros por cualquier discrepancia de intereses. La terrible rutina y el desdén de ambos prisioneros se hace patente en cada suspiro, en cada gesto de desencanto, en las muescas en la pared que pretenden mantener una relación ordenada de los días “a la sombra”, cuando lo cierto es que no siguen ninguna lógica. Todo se torna hastío y decrepitud hasta que irrumpe en su abandono el incansable Roberto; el más débil en apariencia y al que, por físico, le correspondería un apartado marginal en la cadena de masculinidad, logra hacerse con el control de la celda con su absurdo humor y su ingenuidad.

Será en este punto cuando entendamos que Jarmusch no va a respetar esos códigos dramáticos iniciales por mucho tiempo y, en lugar de comenzar a desarrollar su ficción con los planes y la ejecución de una intensa y arriesgada fuga, dispone a los personajes directamente en la huida, escapando de las autoridades y decidiendo qué camino tomar, si el de la izquierda o el de la derecha; como decíamos al comienzo, los espacios transitorios son los que realmente interesan a nuestro director. Así, esta característica dramaturgia se convierte en un estilo narrativo propio y muy identificable a través del cual, además, suprime mediante apresuradas elipsis aspectos fundamentales para el entendimiento correcto de la trama con el propósito de entorpecer la narración hasta el punto de hacerla intransitable por momentos, en esa ausencia es donde encontraremos la mayor baza del director para defender su autoría como un estilo inconfundible. El final se va dulcificando poco a poco gracias a la figura de Roberto, que contagia con su optimismo a sus compañeros de aventura, hasta que el desenlace nos dirige a una maravillosa y melancólica despedida que pone el broche de oro a este sublime ejercicio independiente.

Alberto Sáez Villarino.

El antepenúltimo mohicano.

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